(redacción: Salva; fotografía: Salva y Remei)
“Verás, lo pensé anoche. Me dije, bueno, esto de viajar y ver cosas está muy bien, pero lo divertido es haber estado. Ya sabes, pegar las fotos en un álbum y recordar cosas (...). Sí. Lo importante de tener muchas cosas que recordar es ir a algún sitio a recordarlas, ¿comprendes? Tienes que detenerte. No has estado en ninguna parte hasta que no vuelves a casa”.
(Terry Pratchett, La luz fantástica)
Y es que, para que un viaje sea un viaje, necesita de un
retorno. La parte más corta de los
relatos, como si coger cuatro aviones en 32 horas, con diarrea y todo el
agotamiento de tres meses, no fuera una experiencia que explicar, solo un
trámite que pasar. Como si los recuerdos con los bordes difuminados no fueran
parte del mismo viaje; ese concordar y recordar cada detalle de la experiencia,
adornado de frases como “¿Te acuerdas?” o “¡Menudo viaje! ¡Tres meses!”. Vivir
de una manera diferente no tiene sentido si no se compara con otra. Volver es
parte del viaje, volver a casa. A lo que cada uno quiere llamar Casa.
Sin esa Casa, nada tendría sentido. ¿Para que aguantar el
frío de la mañana adentrándose en la selva? ¿Qué necesidad hay de ver un mar de nubes, con montañas que sobresalen como islas? ¿Qué importancia tendrá quedarse mirando una estatua de algún Buddha del siglo IX? ¿Por qué recorrer un puente colgante, suspendido sobre un río lleno de basura? ¿Por qué dormir en un suelo de aeropuerto que finge ser desierto?
Volver a Casa cuando se está lejos de uno mismo debe de ser como fotografíar unas flores que encuentras tanto en Kathmandú como en Les Fonts de Terrassa.
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